Empecemos por desmontar un mito: el “Mûr” de Mûr-de-Bretagne no significa ‘muro’, ese término ciclista que sirve para designar las subidas cortas, estrechas y empinadas. De hecho, los puristas dicen que en el ciclismo sólo existen dos muros dignos de tal nombre: Huy, que decide la Flecha Valona, y Grammont (también conocido como ‘Kappelmuur’), que define el Tour de Flandes. En el caso de la ascensión de Guerledan, “Mûr” hace referencia a la muralla de una fortificación. Aunque, eso sí, su acepción ciclista ha provocado que el municipio se hermanara con la misma Grammont y con San Pietro di Fletto, la localidad al pie del Muro di Ca’ del Poggio que a menudo se escala en el Giro d’Italia. También lo está con Sarriá, localidad lucense de la cual parte una de las rutas del Camino de Santiago.
La mística del Mûr-de-Bretagne empezó a escribirse en el Tour de Bretagne, una de las mejores vueltas del infraciclismo, y saltó al ‘mainstream’ de la mano del Tour de Francia, que lo visitó por primera vez en 2011 para que Cadel Evans emitiera el primer signo de que el maillot amarillo, ese año, era suyo. Posteriormente vinieron Alexis Vuillermoz (2015), y su historia del gestor financiero que eligió ser corredor; y Dan Martin (2018), ciclista de cuna. Sin embargo, el mito terminó de erigirlo Mathieu Van der Poel (2021) con una victoria imperial, irrupción por todo lo alto en el Tour de Francia para alzar los brazos y vestirse con el maillot amarillo que eludió toda la vida a su abuelo Raymond Poulidor. Fue tan bello, tan único, tan mítico, tan perfecto para realzar la leyenda del Mûr que no era el muro. Este viernes se retorcerán en sus pendientes los mejores ciclistas del mundo, incluyendo un Van der Poel que en Vire Normandie recuperó el amarillo por un solo segundo en lo que sólo puede entenderse como un guiño del destino, o un alarde de mística.
