Al final de la noche, se encienden las luces y, al disiparse la oscuridad, podemos contemplar los resultados de la escena de guerra en la cual hemos estado embebidos, embutidos, empeñados. Con los ojos cerrados, soñábamos que todo cambiaría o que todo seguiría igual. Al abrirlos, nos enfrentamos a la realidad.
La realidad es que la etapa del Col de la Loze no alteró gran cosa, sino que reafirmó las jerarquías ya establecidas. Tadej Pogacar y su UAE Team Emirates-XRG como patrones. Jonas Vingegaard y su Visma-Lease a Bike como excelentes retadores carentes de ese toque decisivo que premie su fuerza, su valentía y su coraje. Florian Lipowitz y Oscar Onley como escaladores efervescentes y bisoños que tal vez se vean desbancados del podio a última hora por la experiencia de Primoz Roglic. Cazaetapas como Ben O’Connor, Einer Rubio o Aurélien Paret-Peintre que comprueban la enorme ventaja que supone tomarse días tranquilos en el intenso y extenuante contexto de las grandes vueltas de esta década.
“Mañana espero lo mismo que hoy”, dijo Pogacar en la meta de Courchevel. Para el aficionado, esto es una promesa más que una decepción: el espectáculo durante las cinco horas de la etapa del jueves fue fantástico, así que repetir en las tres horas y pico del viernes suena bien. El Col de Pré y la ascensión final a La Plagne (de regreso al Tour tras más de 20 años de ausencia) son retos diferentes a los colosos Glandon, Madeleine y Loze: un poco más cortos, un poco más intensos. No matará la bala, sino la velocidad. Desde la cima del útlimo final en alto, con las luces plenamente encendidas, podremos atisbar París.
