La última vez que el Tour de Francia visitó el Puy de Dôme, a Carlos Rodríguez le faltaban casi 13 años para nacer. Han pasado 35 ediciones desde la última vez que la Grande Boucle encaró una de sus ascensiones míticas: la cima de un volcán extinto que ha entrado en erupción en trece ocasiones por mor de las bicicletas, de la serpiente multicolor, de esta bendita locura que es el estío galo. Los nombres de los ganadores hablan por sí solos: Fausto Coppi (1952), Federico Martín Bahamontes (1959), Felice Gimondi (1967), Luis Ocaña (en el año de su triunfo, 1973, y en el año de su leyenda, 1971), Joop Zoetemelk (1978), Ángel Arroyo (1983). Y luego está la foto, claro: la mítica imagen de Jacques Anquetil y Raymond Poulidor, una de las rivalidades más ilustres de siempre, hombro contra hombro, en el año que ganó Julio Jiménez (1964).
Los ciclistas modernos, muchos de ellos carentes de cultura ciclista por una cuestión generacional (se exige saber de vatios y proteínas, y no de historia), saben sin embargo por boca de técnicos y periodistas qué significa el Puy de Dôme. Que aquí se han escrito alguna de las páginas más brillantes del Tour de Francia; que los cuatro últimos kilómetros son eternos y empinados; que triunfar en el volcán es un pasaporte al Olimpo.