Existe un lugar común del ciclismo que dicta la existencia de las “etapas de transición”. Travesías entre A y B en las que no ocurre absolutamente nada reseñable de cara a la clasificación general. Pedaladas inanes, que no cuentan, que sirven solo para guardar energías y desgastar paciencias. Se suelen identificar como tales las jornadas previas y posteriores a las grandes citas: particularmente, etapas de alta montaña y contrarrelojes.
Inserta entre el final en alto de Luz Ardiden y la contrarreloj de Saint-Émilion, dispuesta además como una larga línea recta que parte de los Pirineos Orientales para atravesar las Landas y acabar en los alrededores de Burdeos, esta 19ª etapa del Tour de Francia respondería perfectamente al mito de las etapas de transición si no fuera porque es eso, un mito. En las grandes vueltas, todas las etapas dejan su impronta en el cuerpo, en la mente y en las retinas; mayor o menor, pero inevitable. 207 kilómetros después de 18 días de competición no son gratis; más todavía si los cuarenta últimos discurren por carreteras de viñedos, equívocas y repecheras, de pueblito en pueblito. La fuga querrá partir, y difícilmente haya un equipo capaz de evitar que se marche en el quebrado inicio desde Mourenx. Aunque la recta de meta en Libourne sea perfecta para una ‘volata’, asumir que habrá llegada masiva es ir demasiado lejos, como lo es concluir a priori que no va a pasar absolutamente nada.