Ayer en Nîmes, un periodista australiano trató de freír un huevo en la carretera. Enseñaba a quien se interesara un time-lapse de su evolución. “No llegó a hacerse del todo, pero se cocinó un poco”, explicaba. Ése era el estado de ánimo de la caravana del Tour de Francia: tras pasar el día de descanso en la piscina o a la sombra, los rayos de sol que castigaron a la caravana quemaron los ánimos y tostaron las paciencias. Casi apetece llegar a los Alpes, donde se espera que los rayos de sol sean sustituidos por los rayos de tormentas eléctricas que harán todavía más épica la lucha por el maillot amarillo.
Antes de llegar a ese alivio envenenado, el pelotón deberá sufrir otro día de canícula entre Pont-du-Gard, al lado de Nîmes, y Gap, la puerta de los Alpes. La altimetría es traicionera: parece una etapa llana, pero en realidad hay decenas de kilómetros de falso llano ascendente que quemarán los motores de los contendientes. Hay quien habla de sprint masivo. Sin embargo, dos factores parecen capaces de evitarlo. Uno es el Col de Sentinelle, un tercera que se corona a 8,5 kilómetros de meta. Otro es la historia: las seis últimas ocasiones en que el Tour ha llegado a Gap, la etapa se ha resuelto con una escapada.