Cuando me escapé en solitario y quedaban unos siete kilómetros para meta, pensaba que todo el terreno hasta meta era favorable y me veía con posibilidades de ganar. Entonces llegamos a la parte del aeropuerto: el repecho parecía no acabarse nunca y podía sentir el ácido láctico en mis piernas.
Cooperamos bien en la escapada. A falta de 20 kilómetros empezamos a pasar a tope y yo sentía que podía ir un poco más rápido solo: por eso ataqué. No especulé en los relevos, aunque Stéphane Rossetto diga lo contrario. Si no pudo seguirme, fue porque yo era más fuerte que él.