Muy por detrás de Eddy Merckx, Bernard Hinault o incluso Mark Cavendish, cerca de trescientos corredores solamente han paladeado una vez lo que se siente al ganar una etapa en el Tour. Desde ahora hasta que dé comienzo la carrera el próximo 7 de julio, letour.fr rememora la trayectoria de 10 campeones cuyo palmarés se limita a un día de gloria. En el Tour de 1963, el equipo Saint-Raphaël dominó la etapa de Roubaix gracias a un irlandés adoptado por Francia. Seamus Elliott obtuvo en el velódromo su victoria más sonada y una revancha muy deseada con el destino.
Era amigo de todo el mundo. Seamus Elliott, con su cara algo rolliza y su sonrisa imborrable, se desenvolvía en un francés casi perfecto pese a tener un ligero acento de su isla esmeralda. Su cualidad más destacable era que se entregaba en cuerpo y alma a los intereses de su líder de turno, ya fuese Jean Stablinski o Jacques Anquetil. Aunque significase sacrificar su carrera profesional y relegarla a un segundo plano con el mejor de los talantes. En los mundiales de 1962, Elliott no compartía maillot con su amigo Stablinski, pero aun así hizo todo lo posible para poner trabas al pequeño grupo en el que debía decidirse la victoria: Jean acabó imponiéndose en solitario y Seamus tuvo que contentarse con la medalla de plata. En 1963, la etapa entre Jambes y Roubaix se presentaba halagüeña para un Elliott al que se le había escapado por muy poco la victoria en «el Infierno del Norte» tras rompérsele el sillín. Sus ambiciones eran más que legítimas porque se ajustaban a la perfección a los planes de su jefe de filas en Saint-Raphaël, «Maître Jacques», quien animó a sus lugartenientes a controlar la escapada de ese día que tenía visos de llegar a buen puerto.
Dos corredores cumplían esa misión en el grupo de cabeza, Stablinski y Eliott, los más fuertes del equipo en ese terreno. Eso sí, los tramos adoquinados no fueron un camino de rosas para el irlandés, ya que sufrió dos pinchazos, y el último de ellos a 20 km de meta. Por suerte, el campeón del mundo había hecho todo lo necesario para que el grupo no impusiese un ritmo demoledor que sin duda habría desfondado a Elliott. Aquí también, la eficacia táctica y la fuerza de los sentimientos se dieron la mano: más valía ser dos para un final de etapa tan intenso, sobre todo cuando existía la ocasión inmejorable de devolver el favor. Stablinski era padrino del hijo más joven de Eliott, y fue justamente la imagen del pequeño Pascal la que dio ánimos al irlandés para sacar fuerzas de flaqueza y volar en solitario por los últimos seis kilómetros en el velódromo. En la meta, Seamus registró una ventaja de 33’’ frente al pequeño grupo de perseguidores liderado por… Stablinski, y acabó encaramándose a lo más alto de la general. Ese doble honor inédito para un irlandés mereció una crónica de Antoine Blondin en L’Equipe titulada «Ça fait Dublin par où ça passe», en la que el periodista dio su opinión visionaria sobre la internacionalización de los pelotones: «[Elliott] pertenece a esa especie migratoria de ciclistas que se encuentran cómodos en todas partes siempre que haya pan y un sillín. Es un ciudadano de la carretera, con un dorsal como pasaporte». A la espera de que llegasen Sean Kelly y Stephen Roche en los años 80 para obtener victorias de mayor relumbrón, Elliott se enfundó el maillot amarillo durante cuatro días hasta que la ronda gala llegó a Angers. En París, acabaría vistiéndolo Anquetil. Misión cumplida.

