El Tour de Francia puede ser un paseo bajo palio o un via crucis. En principio depende de la persona, de lo que lleve dentro, porque al fin y al cabo los hechos son subjetivos y su valor depende de cómo los vivamos, de cómo los interpretemos. Sí es cierto, en cambio, que en un momento dado el cansancio nos posee y eso no hay sistema de valores que lo soporte: los pensamientos derivan en emociones sin filtro. A veces se tuercen, a veces se enderezan. Acabamos subyugados, en definitiva, a la carrera, la bendita carrera de bicicletas de cada verano, la bendita carrera de nuestra vida.
El tópico dice que la última contrarreloj de una gran vuelta no depende de cuán especialista sea el ciclista, sino de las energías con las que llegue. Y sí: es verdad. Cuanto más dura sea la crono, más meridianamente se expresa esto en la clasificación hasta el punto de que la tabla de la etapa replica la tabla de la general. Esta cita de Rocamadour, en concreto, consta de tantos toboganes y es tan larga (40,7 kilómetros, que antes no eran nada y ahora son un mundo) que es difícil imaginar un escenario diferente al estereotípico. Los más fuertes, los Jonas Vingegaard (Jumbo-Visma), los Tadej Pogacar (UAE Team Emirates), los Geraint Thomas (Ineos Grenadiers), estarán entre los primeros por mucho que se jueguen poco desde el punto de vista absoluto. Especialistas los hay; algunos, como Wout van Aert (Jumbo-Visma), han sido tan brutalmente competitivos que resultarán igualmente inevitables en lo más alto de la clasificación. El margen para la incertidumbre radica en esos hombres que, a imagen y semejanza de Yves Lampaert (Quick-Step Alpha Vinyl) en Copenhague, aparezcan desde los márgenes para rubricar un día inolvidable en su verano.
